Este año se cumplieron 10 años de la partida de Arturo Úslar Pietri. El ensayo que El Nacional ofrece a los lectores del Papel Literario , de singular vigencia, fue publicado en este diario el 7 de enero de 1974. Dada su validez actual es recomendable hacer una nueva lectura de esta notable pieza del pensador venezolano.
Esas condiciones infrahumanas pueden ser remediadas con viviendas, pero quedaría en pie el problema que no es de vivienda solamente, sino de estilo de vida y de capacidad de trabajo. Esa población que viene de los campos y se instala en los ranchos es difícilmente asimilable para una ciudad. La mayoría no viene preparada para incorporarse a la vida urbana, no tiene nada que ofrecer en el mercado de trabajo de una ciudad, viene de una actividad que ella conoce, a la que estaba incorporada, que es una actividad agrícola que, lógicamente, no puede desarrollar en la ciudad. Llegan condenados a subsistir en una marginalidad extrema, realizando pequeñas actividades ocasionales que no requieren ninguna preparación, en transportar cosas, llevar mensajes, vender billetes de lotería, en una especie de fatalidad de subempleo crónico que no les permite subir y mejorar económicamente porque no representan una fuerza de trabajo aprovechable para la ciudad, para lo que una ciudad necesita. Una ciudad necesita obreros calificados, albañiles, mecánicos, gentes que sepan manejar una máquina, eso no lo han aprendido ellos, no lo pueden aprender solos y nadie se los enseña sistemáticamente.
En la proliferación de esa vivienda llena de peligros y de riesgos, que es el rancho, entran gentes de muchas clases. No son todos campesinos que han venido atraídos a través de la televisión, del radio, del cine y de la propaganda, por el resplandor de una vida atractiva en la ciudad, sino que muchos de ellos salen de la ciudad misma se desincorporan o rechazan la posibilidad de incorporarse a la vida urbana para vivir sin las obligaciones, las limitaciones y las exigencias de un habitante de la ciudad. No faltan entre ellos quienes tienen ingresos que les permitan vivir de una manera decente y civilizada, pero la rechazan para ir a formar parte de esa especie de subcultura del rancho. Hay una subcultura del rancho que es negativa y amenazante, porque además del problema higiénico plantea el del estilo de vida, el problema que pudiéramos llamar de repudio de la vida civilizada por una gran parte de la población.
INCORPORAR A LA VIDA CIVILIZADA
En esa zona no-urbana que rodea a Caracas, se está desarrollando un estilo de vida que comprende alrededor de quinientas mil personas. Es una forma de asociación primitiva caótica, insalubre, que favorece la promiscuidad y el delito y que desconoce valores y normas fundamentales de nuestra civilización. Sin espacio, sin orden, sin ley, sin higiene en hacinamiento inorgánico y destructivo, en perpetua situación de autodefensa y agresión, atenazados de necesidades, abandonados a los instintos, privados en muchos casos de una formación familiar, abandonados del padre, entregados a los muy limitados recursos y posibilidades de una mujer sola y pobre, cargada de hijos, en una especie de matriarcado anacrónico, centenares de millares de venezolanos se encuentran segregados de los más elementales bienes de una sociedad urbana.
Esa forma de vida tiende a crear una mentalidad, una manera de ser, unos hábitos antisociales que hacen muy difícil la incorporación a una civilización urbana. Están en una ciudad, por lo menos al borde de ella, pero no en lo económico, ni en lo social forman parte de ella. No están incorporados.
De esa magnitud es el problema que plantea el rancho. Habría que enfocar este problema mucho más a fondo de lo que hasta ahora se ha hecho. Generalmente se ha hecho con un criterio exclusivamente de vivienda, pero no basta con la vivienda para resolver el vasto y complejo problema de esas gentes que viven en condiciones absolutamente inadmisibles, en donde se están creando generaciones enteras que van a formar parte de un conjunto de nociones y actitudes inconciliables con ningún ideal de progreso civilizado. El problema no es solamente de vivienda. Hay un problema de vivienda pero es sólo una de las fases del problema, porque si se encontrara dinero para construir todas las que requieran, el problema de la incorporación seguiría sin resolver. Muchos de los que así viven no tienen justificación para hacerlo, porque tienen un trabajo estable y satisfactoriamente remunerado que los incorpora efectivamente a la red de relaciones de producción y de intercambio de una ciudad, pero la mayoría no está preparada para incorporarse a la vida urbana y por tanto parece condenada a permanecer allí en una condición que habría que llamar por su verdadero nombre, de refugiados, de gente que ha huido de un estilo de vida al que pertenecieron por muchos años, que era la vida rural, y que se han venido en busca de la ciudad y sus posibilidades, donde no logra entrar y han creado esa especia de subcultura de transición, en la que se están destruyendo valores importantes en esta situación caótica de la barriada, de los ranchos, donde no sólo no hay calles, sino tampoco ninguna de las estructuras sociales que pretendemos que caracterizan una vida civilizada.
De modo que el problema es mucho más amplio. Habría que tomarlo en su conjunto y entonces señalar quiénes viven en ranchos que no deberían vivir en ellos y no permitírselo, y luego ocuparse seriamente de aquellos que tienen que vivir en ranchos porque carecen de ninguna otra posibilidad. A ese refugiado del campo, inadaptado e indefenso, hay que prepararlo para incorporarse a la vida urbana, es decir, habría que crear instituciones y servicios que a ese hombre le enseñaran actividades que tienen un mercado en la vida urbana, habría que prepararlo a incorporarse a la vida urbana de un modo útil, permanente y valioso y entonces, como consecuencia, el problema de la vivienda quedará resuelto por añadidura, porque ese trabajador incorporado a la ciudad tendrá una capacidad productiva y un ingreso estable que le permitirán la adquisición de una vivienda cómoda e higiénica, a largo plazo y a bajo precio.
EL NIÑO EN LA ESCUELA DEL CAOS
El aspecto más doloroso de este problema lo constituye el niño. Abundan los niños en las barriadas, que crecen en el abandono, la miseria y la ignorancia expuestos a todas las desviaciones y daños físicos, morales e intelectuales. Muchos no conocen la presencia formadora del padre y de una estructura familiar estable, nacidos dentro de un caótico desorden de tipo matriarcal, mal sostenidos, mal sostenidos y nada guiados por una infeliz mujer sin recursos, sin apoyo, sin conocimientos, que lucha en una pelea perdida con la vida, cargada de hijos de sucesivos hombres irresponsables, para quien resulta totalmente imposible criar, educar y formar de un modo aceptable aquellos hijos que han venido a representar una forma de su desgracia.
La consecuencia de esta dolorosa situación es un decalaje y una destrucción de valores sociales y de nociones sobre las cuales se estructuran las sociedades progresistas. La existencia de esta subcultura no solamente constituye un problema de higiene, de educación o de vivienda sino, en el verdadero y más amplio sentido de la palabra, un problema de destino nacional. Un país que no sea capaz de resolver esto es un país que está amenazado profundamente en su futuro, que va a enfrentarse a una situación que puede ser muy grave a muy corto plazo, porque cómo se va a construir en torno a unos ideales proclamados en una Constitución y en unas Leyes, cómo se va a incorporar el acuerdo con unas normas que creemos establecidas en nuestro sistema educativo, a quienes estamos dejando vivir en formas que no los preparan sino para desajustarlos, inhabilitarlos y hasta destruirlos con respecto al marco social de un país civilizado.
En este momento se estima que en Caracas hay entre cuatrocientas y quinientas mil personas que viven en estas condiciones, entre quienes están allí por extrema necesidad y quienes no deberían estar allí. Hay también empresarios de ranchos que construyen y alquilan ranchos en cantidad, en una explotación inicua de la miseria, que la ley prohíbe, porque nadie está obligado a pagar alquileres de ranchos, no solamente que no está obligado sino que la autoridad lo protege para que no lo pague. Sin embargo, se hace muy poco para impedírselo, porque en todo esto hay una lenidad culpable por parte de las autoridades. Está creciendo esta manera de vivir caótica, sin normas, sin estímulos de progreso, en una forma de desintegración individual y social de muy negativas consecuencias.
CON RANCHOS NO HAY DESARROLLO
Hoy, de cuatro habitantes de Caracas uno vive en rancho, pero es posible, si no se encara esta situación para remediarla a fondo y transformarla positivamente, que ese mal social contrario al progreso y a la civilización, aumente continuamente hasta que en diez o quince años más de la mitad de los habitantes de Caracas vivan en semejantes condiciones. Para ese momento Caracas ya no será una ciudad sino un primitivo y doloroso amontonamiento y, lo que es más grave, la posibilidad de que Venezuela llegue a ser un país desarrollado estará profunda y gravemente comprometida, porque no ha sido capaz de incorporar su población a una forma de vida civilizada. Esto es lo que plantea el rancho, nada más y nada menos.
Desgraciadamente nunca se ha encarado este problema con la seriedad debida. Hay algo que va más allá del aspecto miserable de la vivienda y lo que pudiéramos llamar el dolor por la situación infrahumana en la que vive tanta gente. Lo que está en juego va mucho más allá, está en juego toda la posibilidad misma de crecimiento del país. Si los venezolanos no somos capaces de tomar esta gente desplazada del campo, que ha venido atraída por el resplandor de una vida urbana para la cual no está preparada, y clasificarla y adaptarla y enrumbarla hasta agregarle en un plazo corto la incorporación efectiva, que no solamente consiste en que puedan vivir en una vivienda decente sino que formen parte útil y productivamente de la vida de una ciudad moderna, si no somos capaces de lograrlo a tiempo y eficazmente, habremos fracasado como sociedad y como nación, porque hasta entonces todos los planes de desarrollo que podamos concebir estarán construidos sobre una base de arena deslizable, que fatalmente un día dará al traste con todo lo que deseamos y esperamos. No es una cuestión sólo de humanidad o de caridad hacia quienes viven en condiciones infrahumanas, es un problema de destino colectivo: o somos capaces de incorporar esa población marginal o esa población marginal va a crecer, va a ser mayoría y dará al traste con toda posibilidad de desarrollo. Es de ese tamaño el problema, que no es de vivienda solamente, sino de adaptación, de incorporación a una vida social civilizada de gran cantidad de seres desplazados que viven en una subcultura autodestructiva, que está en la más flagrante contradicción con las aspiraciones de progreso y bienestar que pueda alentar un país que aspira al desarrollo.
En esa dimensión está colocado el problema y en esa dimensión tiene que ser resuelto.
CASA USLAR PIETRI
Nuestro tiempo, en cierto modo, es el de las ciudades. Por primera vez en la historia, en los países industriales, vive más gente en las urbes que en el campo.
Esto hace que las ciudades crezcan de un modo continuo y casi incontenible y que los estudiosos del futuro lleguen a pensar en desmesuradas concentraciones humanas de una dimensión y de un carácter casi de pesadilla.
El desarrollo urbano aparece como consecuencia de la revolución industrial. Hasta el siglo XIX la producción era básicamente agrícola, minera y artesanal. La mayoría de la fuerza de trabajo estaba en el campo. En la ciudad habitaba una minoría que era la de más alto nivel cultural y que disfrutaba de todas las facilidades y ventajas de la vida urbana.
Con la revolución industrial que se desarrolla en el siglo XIX, las industrias tienden a establecerse en las ciudades y muy pronto la producción industrial sobrepasa a la de la agricultura, creando rápidamente un desequilibrio que trajo como consecuencia grandes concentraciones de población en las ciudades. En los grandes países industriales empezaron a surgir ciudades gigantescas como Tokio, como Londres, como París, como Nueva York, que rápidamente pasaron de tres a cuatro, a cinco millones de habitantes para alcanzar hoy el nivel de diez y doce millones que podría determinar que para fines de siglo algunas megalópolis puedan tener veinte o treinta millones de habitantes, acumulados en un inmenso perímetro urbano.
Esa impresionante explosión de población urbana ha revestido ciertas características indeseables, particularmente en países subdesarrollados. En esos países la población urbana ha crecido desmesuradamente por encima del desarrollo industrial, creando grandes aglomeraciones sin destino económico.
Son masas inorganizadas de emigrados del campo que no logran incorporarse funcional y útilmente a la ciudad, que acampan junto a ella en una especie de vida intermedia, que ya no es campesina pero que tampoco es urbana, en viviendas improvisadas que no llenan ninguna de las condiciones básicas deseables para una vivienda civilizada y en la que se hacina una población creciente. Eso es lo que llamamos en Venezuela los ranchos, en Chile villas callampas, en Argentina villas miserias, en el Brasil favelas y por otros nombres en otras partes, pero que constituyen exactamente el mismo fenómeno.
EL PETRÓLEO DESEQUILIBRIO
Caracas se mantuvo hasta hace no más de 35 años siendo una pequeña ciudad que era la capital de un vasto país rural. El área urbana comprendía no más de doce o quince cuadras en torno a la Plaza Bolívar, y el resto del valle era tierra de cultivo cubierto de haciendas de caña y frutos menores. La Venezuela rural llegaba hasta las puertas de Caracas y todo el resto de la población estaba diseminada a lo ancho del país en actividades agrícolas, en aldeas o en pequeñas poblaciones. Esa misma proporción que hacía de Caracas la pequeña capital de un extenso país agrícola se mantuvo por la mayor parte de su existencia. Esa pequeña ciudad tenía un perfil urbano definido con rasgos y caracteres propios de cuidad de país agrícola, con un equilibrio sano entre ella y el territorio.
Todo eso cambia cuando aparece el petróleo. El problema venezolano en esto es distinto de otros países. No fue que ocurriera una revolución industrial y que empezaran a crearse grandes industrias que atraían mano de obra campesina que se hubiera adaptado e incorporado a las exigencias de trabajo de la industria.
Los campesinos que llegaban a Caracas no venían a convertirse en obreros de la industria, porque no había un desarrollo industrial suficientemente poderoso para provocar semejante migración. Venían hacia las ciudades en busca del rescoldo de la riqueza petrolera que el gobierno ponía a circular en ellas. El desarrollo de la producción petrolera hizo al Estado venezolano extraordinariamente rico, pero esa riqueza absorbía directamente muy poca mano de obra. Hoy en Venezuela toda la producción, de la que vivimos todos los venezolanos, la produce el trabajo de menos de treinta mil personas, lo que significa en cierto modo que una población de once millones de habitantes está viviendo básicamente de lo que producen cuarenta mil personas. Este desequilibrio no existía en la Venezuela pre-petrolera, cuando el país vivía de la producción de un millón de trabajadores agrícolas, que representaban las dos terceras partes de la población activa. Había un equilibrio entre población-empleo y producción.
Esa riqueza nueva tan desproporcionadamente producida la ha distribuido el Estado venezolano de mil maneras, creando empleos, financiando actividades económicas, dando subsidios y ayudas y construyendo obras públicas. En busca del señuelo de esas facilidades se ha desplazado esa migración campesina hacia la ciudad, sin estar preparada para incorporarse a ella. Pudieron llegar pero no pudieron incorporarse al trabajo y a la comunidad urbana y se refugiaron en el hacinamiento de los ranchos.
NO BASTA CON VIVIENDAS
Algunos de manera simplista piensan que este es un problema de vivienda, que se resuelve construyendo habitaciones. Claro que es un problema de vivienda y que lo primero que habría que resolver es ese problema de gente que vive hacinada en un cajón de tablas, sin servicios higiénicos, sin agua, sin calles, sin cloacas, en la mayor insalubridad que no solamente los amenaza a ellos, sino a toda la ciudad. Es un milagro que Caracas no sea una de las ciudades más azotadas por epidemias en el mundo, tal vez se debe al sol pero, lógicamente, con una población de cerca ce quinientos mil habitantes que no tienen cloacas, ni agua corriente, ni recolección de basura, debería ser una de las ciudades de más alta morbilidad del mundo.
El desarrollo urbano aparece como consecuencia de la revolución industrial. Hasta el siglo XIX la producción era básicamente agrícola, minera y artesanal. La mayoría de la fuerza de trabajo estaba en el campo. En la ciudad habitaba una minoría que era la de más alto nivel cultural y que disfrutaba de todas las facilidades y ventajas de la vida urbana.
Con la revolución industrial que se desarrolla en el siglo XIX, las industrias tienden a establecerse en las ciudades y muy pronto la producción industrial sobrepasa a la de la agricultura, creando rápidamente un desequilibrio que trajo como consecuencia grandes concentraciones de población en las ciudades. En los grandes países industriales empezaron a surgir ciudades gigantescas como Tokio, como Londres, como París, como Nueva York, que rápidamente pasaron de tres a cuatro, a cinco millones de habitantes para alcanzar hoy el nivel de diez y doce millones que podría determinar que para fines de siglo algunas megalópolis puedan tener veinte o treinta millones de habitantes, acumulados en un inmenso perímetro urbano.
Esa impresionante explosión de población urbana ha revestido ciertas características indeseables, particularmente en países subdesarrollados. En esos países la población urbana ha crecido desmesuradamente por encima del desarrollo industrial, creando grandes aglomeraciones sin destino económico.
Son masas inorganizadas de emigrados del campo que no logran incorporarse funcional y útilmente a la ciudad, que acampan junto a ella en una especie de vida intermedia, que ya no es campesina pero que tampoco es urbana, en viviendas improvisadas que no llenan ninguna de las condiciones básicas deseables para una vivienda civilizada y en la que se hacina una población creciente. Eso es lo que llamamos en Venezuela los ranchos, en Chile villas callampas, en Argentina villas miserias, en el Brasil favelas y por otros nombres en otras partes, pero que constituyen exactamente el mismo fenómeno.
EL PETRÓLEO DESEQUILIBRIO
Caracas se mantuvo hasta hace no más de 35 años siendo una pequeña ciudad que era la capital de un vasto país rural. El área urbana comprendía no más de doce o quince cuadras en torno a la Plaza Bolívar, y el resto del valle era tierra de cultivo cubierto de haciendas de caña y frutos menores. La Venezuela rural llegaba hasta las puertas de Caracas y todo el resto de la población estaba diseminada a lo ancho del país en actividades agrícolas, en aldeas o en pequeñas poblaciones. Esa misma proporción que hacía de Caracas la pequeña capital de un extenso país agrícola se mantuvo por la mayor parte de su existencia. Esa pequeña ciudad tenía un perfil urbano definido con rasgos y caracteres propios de cuidad de país agrícola, con un equilibrio sano entre ella y el territorio.
Todo eso cambia cuando aparece el petróleo. El problema venezolano en esto es distinto de otros países. No fue que ocurriera una revolución industrial y que empezaran a crearse grandes industrias que atraían mano de obra campesina que se hubiera adaptado e incorporado a las exigencias de trabajo de la industria.
Los campesinos que llegaban a Caracas no venían a convertirse en obreros de la industria, porque no había un desarrollo industrial suficientemente poderoso para provocar semejante migración. Venían hacia las ciudades en busca del rescoldo de la riqueza petrolera que el gobierno ponía a circular en ellas. El desarrollo de la producción petrolera hizo al Estado venezolano extraordinariamente rico, pero esa riqueza absorbía directamente muy poca mano de obra. Hoy en Venezuela toda la producción, de la que vivimos todos los venezolanos, la produce el trabajo de menos de treinta mil personas, lo que significa en cierto modo que una población de once millones de habitantes está viviendo básicamente de lo que producen cuarenta mil personas. Este desequilibrio no existía en la Venezuela pre-petrolera, cuando el país vivía de la producción de un millón de trabajadores agrícolas, que representaban las dos terceras partes de la población activa. Había un equilibrio entre población-empleo y producción.
Esa riqueza nueva tan desproporcionadamente producida la ha distribuido el Estado venezolano de mil maneras, creando empleos, financiando actividades económicas, dando subsidios y ayudas y construyendo obras públicas. En busca del señuelo de esas facilidades se ha desplazado esa migración campesina hacia la ciudad, sin estar preparada para incorporarse a ella. Pudieron llegar pero no pudieron incorporarse al trabajo y a la comunidad urbana y se refugiaron en el hacinamiento de los ranchos.
NO BASTA CON VIVIENDAS
Algunos de manera simplista piensan que este es un problema de vivienda, que se resuelve construyendo habitaciones. Claro que es un problema de vivienda y que lo primero que habría que resolver es ese problema de gente que vive hacinada en un cajón de tablas, sin servicios higiénicos, sin agua, sin calles, sin cloacas, en la mayor insalubridad que no solamente los amenaza a ellos, sino a toda la ciudad. Es un milagro que Caracas no sea una de las ciudades más azotadas por epidemias en el mundo, tal vez se debe al sol pero, lógicamente, con una población de cerca ce quinientos mil habitantes que no tienen cloacas, ni agua corriente, ni recolección de basura, debería ser una de las ciudades de más alta morbilidad del mundo.
Esas condiciones infrahumanas pueden ser remediadas con viviendas, pero quedaría en pie el problema que no es de vivienda solamente, sino de estilo de vida y de capacidad de trabajo. Esa población que viene de los campos y se instala en los ranchos es difícilmente asimilable para una ciudad. La mayoría no viene preparada para incorporarse a la vida urbana, no tiene nada que ofrecer en el mercado de trabajo de una ciudad, viene de una actividad que ella conoce, a la que estaba incorporada, que es una actividad agrícola que, lógicamente, no puede desarrollar en la ciudad. Llegan condenados a subsistir en una marginalidad extrema, realizando pequeñas actividades ocasionales que no requieren ninguna preparación, en transportar cosas, llevar mensajes, vender billetes de lotería, en una especie de fatalidad de subempleo crónico que no les permite subir y mejorar económicamente porque no representan una fuerza de trabajo aprovechable para la ciudad, para lo que una ciudad necesita. Una ciudad necesita obreros calificados, albañiles, mecánicos, gentes que sepan manejar una máquina, eso no lo han aprendido ellos, no lo pueden aprender solos y nadie se los enseña sistemáticamente.
En la proliferación de esa vivienda llena de peligros y de riesgos, que es el rancho, entran gentes de muchas clases. No son todos campesinos que han venido atraídos a través de la televisión, del radio, del cine y de la propaganda, por el resplandor de una vida atractiva en la ciudad, sino que muchos de ellos salen de la ciudad misma se desincorporan o rechazan la posibilidad de incorporarse a la vida urbana para vivir sin las obligaciones, las limitaciones y las exigencias de un habitante de la ciudad. No faltan entre ellos quienes tienen ingresos que les permitan vivir de una manera decente y civilizada, pero la rechazan para ir a formar parte de esa especie de subcultura del rancho. Hay una subcultura del rancho que es negativa y amenazante, porque además del problema higiénico plantea el del estilo de vida, el problema que pudiéramos llamar de repudio de la vida civilizada por una gran parte de la población.
INCORPORAR A LA VIDA CIVILIZADA
En esa zona no-urbana que rodea a Caracas, se está desarrollando un estilo de vida que comprende alrededor de quinientas mil personas. Es una forma de asociación primitiva caótica, insalubre, que favorece la promiscuidad y el delito y que desconoce valores y normas fundamentales de nuestra civilización. Sin espacio, sin orden, sin ley, sin higiene en hacinamiento inorgánico y destructivo, en perpetua situación de autodefensa y agresión, atenazados de necesidades, abandonados a los instintos, privados en muchos casos de una formación familiar, abandonados del padre, entregados a los muy limitados recursos y posibilidades de una mujer sola y pobre, cargada de hijos, en una especie de matriarcado anacrónico, centenares de millares de venezolanos se encuentran segregados de los más elementales bienes de una sociedad urbana.
Esa forma de vida tiende a crear una mentalidad, una manera de ser, unos hábitos antisociales que hacen muy difícil la incorporación a una civilización urbana. Están en una ciudad, por lo menos al borde de ella, pero no en lo económico, ni en lo social forman parte de ella. No están incorporados.
De esa magnitud es el problema que plantea el rancho. Habría que enfocar este problema mucho más a fondo de lo que hasta ahora se ha hecho. Generalmente se ha hecho con un criterio exclusivamente de vivienda, pero no basta con la vivienda para resolver el vasto y complejo problema de esas gentes que viven en condiciones absolutamente inadmisibles, en donde se están creando generaciones enteras que van a formar parte de un conjunto de nociones y actitudes inconciliables con ningún ideal de progreso civilizado. El problema no es solamente de vivienda. Hay un problema de vivienda pero es sólo una de las fases del problema, porque si se encontrara dinero para construir todas las que requieran, el problema de la incorporación seguiría sin resolver. Muchos de los que así viven no tienen justificación para hacerlo, porque tienen un trabajo estable y satisfactoriamente remunerado que los incorpora efectivamente a la red de relaciones de producción y de intercambio de una ciudad, pero la mayoría no está preparada para incorporarse a la vida urbana y por tanto parece condenada a permanecer allí en una condición que habría que llamar por su verdadero nombre, de refugiados, de gente que ha huido de un estilo de vida al que pertenecieron por muchos años, que era la vida rural, y que se han venido en busca de la ciudad y sus posibilidades, donde no logra entrar y han creado esa especia de subcultura de transición, en la que se están destruyendo valores importantes en esta situación caótica de la barriada, de los ranchos, donde no sólo no hay calles, sino tampoco ninguna de las estructuras sociales que pretendemos que caracterizan una vida civilizada.
De modo que el problema es mucho más amplio. Habría que tomarlo en su conjunto y entonces señalar quiénes viven en ranchos que no deberían vivir en ellos y no permitírselo, y luego ocuparse seriamente de aquellos que tienen que vivir en ranchos porque carecen de ninguna otra posibilidad. A ese refugiado del campo, inadaptado e indefenso, hay que prepararlo para incorporarse a la vida urbana, es decir, habría que crear instituciones y servicios que a ese hombre le enseñaran actividades que tienen un mercado en la vida urbana, habría que prepararlo a incorporarse a la vida urbana de un modo útil, permanente y valioso y entonces, como consecuencia, el problema de la vivienda quedará resuelto por añadidura, porque ese trabajador incorporado a la ciudad tendrá una capacidad productiva y un ingreso estable que le permitirán la adquisición de una vivienda cómoda e higiénica, a largo plazo y a bajo precio.
EL NIÑO EN LA ESCUELA DEL CAOS
El aspecto más doloroso de este problema lo constituye el niño. Abundan los niños en las barriadas, que crecen en el abandono, la miseria y la ignorancia expuestos a todas las desviaciones y daños físicos, morales e intelectuales. Muchos no conocen la presencia formadora del padre y de una estructura familiar estable, nacidos dentro de un caótico desorden de tipo matriarcal, mal sostenidos, mal sostenidos y nada guiados por una infeliz mujer sin recursos, sin apoyo, sin conocimientos, que lucha en una pelea perdida con la vida, cargada de hijos de sucesivos hombres irresponsables, para quien resulta totalmente imposible criar, educar y formar de un modo aceptable aquellos hijos que han venido a representar una forma de su desgracia.
La consecuencia de esta dolorosa situación es un decalaje y una destrucción de valores sociales y de nociones sobre las cuales se estructuran las sociedades progresistas. La existencia de esta subcultura no solamente constituye un problema de higiene, de educación o de vivienda sino, en el verdadero y más amplio sentido de la palabra, un problema de destino nacional. Un país que no sea capaz de resolver esto es un país que está amenazado profundamente en su futuro, que va a enfrentarse a una situación que puede ser muy grave a muy corto plazo, porque cómo se va a construir en torno a unos ideales proclamados en una Constitución y en unas Leyes, cómo se va a incorporar el acuerdo con unas normas que creemos establecidas en nuestro sistema educativo, a quienes estamos dejando vivir en formas que no los preparan sino para desajustarlos, inhabilitarlos y hasta destruirlos con respecto al marco social de un país civilizado.
En este momento se estima que en Caracas hay entre cuatrocientas y quinientas mil personas que viven en estas condiciones, entre quienes están allí por extrema necesidad y quienes no deberían estar allí. Hay también empresarios de ranchos que construyen y alquilan ranchos en cantidad, en una explotación inicua de la miseria, que la ley prohíbe, porque nadie está obligado a pagar alquileres de ranchos, no solamente que no está obligado sino que la autoridad lo protege para que no lo pague. Sin embargo, se hace muy poco para impedírselo, porque en todo esto hay una lenidad culpable por parte de las autoridades. Está creciendo esta manera de vivir caótica, sin normas, sin estímulos de progreso, en una forma de desintegración individual y social de muy negativas consecuencias.
CON RANCHOS NO HAY DESARROLLO
Hoy, de cuatro habitantes de Caracas uno vive en rancho, pero es posible, si no se encara esta situación para remediarla a fondo y transformarla positivamente, que ese mal social contrario al progreso y a la civilización, aumente continuamente hasta que en diez o quince años más de la mitad de los habitantes de Caracas vivan en semejantes condiciones. Para ese momento Caracas ya no será una ciudad sino un primitivo y doloroso amontonamiento y, lo que es más grave, la posibilidad de que Venezuela llegue a ser un país desarrollado estará profunda y gravemente comprometida, porque no ha sido capaz de incorporar su población a una forma de vida civilizada. Esto es lo que plantea el rancho, nada más y nada menos.
Desgraciadamente nunca se ha encarado este problema con la seriedad debida. Hay algo que va más allá del aspecto miserable de la vivienda y lo que pudiéramos llamar el dolor por la situación infrahumana en la que vive tanta gente. Lo que está en juego va mucho más allá, está en juego toda la posibilidad misma de crecimiento del país. Si los venezolanos no somos capaces de tomar esta gente desplazada del campo, que ha venido atraída por el resplandor de una vida urbana para la cual no está preparada, y clasificarla y adaptarla y enrumbarla hasta agregarle en un plazo corto la incorporación efectiva, que no solamente consiste en que puedan vivir en una vivienda decente sino que formen parte útil y productivamente de la vida de una ciudad moderna, si no somos capaces de lograrlo a tiempo y eficazmente, habremos fracasado como sociedad y como nación, porque hasta entonces todos los planes de desarrollo que podamos concebir estarán construidos sobre una base de arena deslizable, que fatalmente un día dará al traste con todo lo que deseamos y esperamos. No es una cuestión sólo de humanidad o de caridad hacia quienes viven en condiciones infrahumanas, es un problema de destino colectivo: o somos capaces de incorporar esa población marginal o esa población marginal va a crecer, va a ser mayoría y dará al traste con toda posibilidad de desarrollo. Es de ese tamaño el problema, que no es de vivienda solamente, sino de adaptación, de incorporación a una vida social civilizada de gran cantidad de seres desplazados que viven en una subcultura autodestructiva, que está en la más flagrante contradicción con las aspiraciones de progreso y bienestar que pueda alentar un país que aspira al desarrollo.
En esa dimensión está colocado el problema y en esa dimensión tiene que ser resuelto.
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